Henri Falcón y su salto de garrocha

Falcón sospechaba que su protagonismo y ascenso al poder estaría entorpecido por el Presidente de la República, Hugo Chávez.  Lo sentía como una verdad que le hacía tragar grueso desde un principio, porque ese hombre se la pasaba siempre pidiendo disciplina en la filas del partido, y eso no significaba para él más que opacar su brillo como trepidante figura política para Venezuela.  Le pedía obedecer, cuando él había nacido para mandar, o gobernar y ser obedecido, para ser más sincero.

”¡Sí, señor! ─repicaba en sus pensamientos, mirando por encima de la talanquera─:  al cura lo que es de la iglesia.  Yo soy.”

De pequeño nunca obedeció  a nadie como para que viniesen ahora a darle charlas y más militarismo.  ¡No, no!  Siempre fue muy independiente, se hizo abogado y, también ─a propósito de recibir órdenes─, se internó en el mundo militar donde, si obedeció un tiempo, fue para empezar a mandar hoy.  Así que sobrados títulos tenia para regentar a Venezuela, más allá de ser un minúsculo alcalde o un sumiso gobernador de la Revolución Bolivariana.

“¡Si, señor! ─tocándose el ralo bigote─.  En eso estoy sumamente claro...  ¡Y también el pueblo...! ─se descubre hablando alto─.  Me refiero a que soy un hombre para mandar y arreglar países.  ¡Nada de órdenes de nadie!  Yo soy.”

Falcón acercó un poco más su cuerpo a la talanquera y acto seguido se puso a mirar la simetría de unos sembradíos al pie de una montaña que siempre gustó mirar desde su infancia.  ¡Ah, cuantos cuentos de grandeza humana!  “Si esa montaña no viene a mí ─pensaba─, yo iré por ella.  El mundo está allí, siempre después de cualquier salto o ruptura.  Es para los audaces.  Mi pueblo me espera.”

Saltaría, sin duda, dejando atrás un veloz capítulo político en su vida, marcado por aprendizajes y necesarias sumisiones, transido por unos de los más tensos períodos políticos de la historia de Venezuela.  Diría adiós a sus antiguos camaradas, esos mismos que presuntamente una vez lo habían expulsado del partido por indisciplinado.  ¡Por dios, ¿normarlo a él?!  Además, pensaba en su tierra, Yaracuy, pueblo de grandes, como Rafael Caldera.  Su vida estaba marcada.

Renunciaría a su partido.

Se figuraba que lo acusarían de todo, de traidor, de vendido, de cortejado por los sectores económicos de la patria; pero el tenía que cumplir su cometido:  ser él, independizarse como siempre había sido la historia de su vida, gobernar la patria de Bolívar, sino el mundo entero.  Pero arrancarse habría de ser su lema, y dar pasos libres en el viento.  Se lo había dicho una vieja sabia de pueblo en su infancia, después que él le hubiera dado unas cuantas monedas:  “Serás un hombre grande, hijo”

“¡Cuerda de patanes y estúpidos! ─irguiéndose ante el panorama, como si se contemplara en un espejo!─.  ¡Cómo si yo necesité de ellos para repetir como alcalde en mi municipio!  ¡Me ama la gente que votó por mí! ─en este punto se acaricia el mentón─.  ¡Cómo si no conociese yo esta revolución desde un principio, ayudando a su líder designado desde las primeras de cambio, ése que ahora es presidente y ahora no me deja hablar con él!  ¡Soy también historia viva del país y sé de mi suerte echada!  Ha llegado el momento de cobrar y hacer patria.”

Del tal forma sentía que no le debía nada a nadie, mucho menos a ningún partido que, por el contrario, lo que hacía era agobiarlo con normativas y mandaderas.  ¡Y a él no, hombre libre de la patria de Bolívar!  Listo como estaba para ejercer sus históricos roles, no creía ya ─eso fue en sus inicios─ en esas maricadas de la disciplina y la subordinación.  Cuento de camino eso del “partido primero y después los individualismos”.  No pide jamás un sol permiso a la luna para iluminar la vida.

Falcón acercó la silla de madera a la talanquera, disponiéndose a subir en ella para ayudarse en el salto.  Pero un moscardón molesto empezó a rondarle el pensamiento allá en su cabeza:  72%  de los votos totales obtenidos le había dejado en su última victoria electoral como gobernador del estado Lara el partido al cual hoy renunciaba, cifra que un sesudo analista podría argüir en su contra como sostenible individualidad política. 

Pero se tranquilizó recordándose que, si de pertenecer a un partido se trata, él ya tenía el suyo propio, Revolución Eficiente, en el estado Lara.  No había desazón que valiese en hora tan primordial.  Lo único que le palpitaba un poco en la sien era cómo conjurar políticamente los apoyos iniciáticos recibidos por el líder bolivariano, Presidente de la República, Hugo Chávez, cosa ésta que lo jalonaba un poco hacia una orilla cenagosa de la lealtad traicionada.  Pero ya se las arreglaría él, como buen político que era; puede que el presidente hasta le agradezca que lo desaloje del poder en el futuro, en bien de Venezuela.  Los destinos están escritos y no piden permisos para su consumación.  Había nacido para lo grande..., y eso no tenía vuelta de retorno.

Montado ya sobre la talanquera, Falcón camina un rato sobre su canto, haciendo algunos malabares de puro gusto; finalmente, salta, pensando que ya parecía tarde para andar reflexionando menudencias.  Su salto (o caída) ─se dijo─ estaba echado, y fue acompañado en el trayecto por el hermoso paisaje de sus tierras juveniles larenses (parecidas a las de su Nirgua natal), los verdes pastos y las altas montañas, como en medio de un efecto de gloria.

Sólo un pensamiento más lo aquejó en la travesía, pero irremediable ya  en su consumación:  estaba seguro que le sacarían en cara que desde un principio fue un excelente alumno de un tal Miquelena (una mentada ambigüedad de la política trapacera), allá en el pasado cuando se inscribió en el partido, y eso no le gustaba mucho en su futuro expediente político de presidente de Venezuela, porque lo jalonaba otro poquín hacia esa icónica simbología de la oposición que pareció siempre ejercer dentro de los cuadros del partido.

Mas ¡a qué pensar en ello!  Él había nacido para lo grande y para la gloría, ─se acordó de Bolívar y Simón Rodríguez─, y lo único que le restaba era conquistar el mundo.  ¡A qué obedecer a nadie ni que partido!

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Oscar J. Camero

Escritor e investigador. Estudió Literatura en la UCV. Activista de izquierda. Apasionado por la filosofía, fotografía, viajes, ciudad, salud, música llanera y la investigación documental.

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