Dictadura de mercado

Convendría detenerse en observar algo evidente, profundamente asociado al transcurrir de la existencia, como es el protagonismo que ha tomado el mercado, que incluso es capaz de superar el papel asignado a la política, pasando a ser guía conductora de muchos pueblos. En las sociedades en las que el capitalismo se ha impuesto como modelo de existencia y ha tomado el relevo a las precedentes, el mercado es el templo donde se practica el nuevo culto seguido por millones de fieles. De tal manera que viene a dirigir totalmente sus vidas, como si se tratara de un sistema político. Aunque el modelo conocido como dictadura se venía reservando al terreno de la política, cuando otra realidad tiene la capacidad de conducir férreamente la existencia a su conveniencia, sin pasar por los cauces exigidos por las fórmulas tradicionales, evidencia que el término se ha desbordado y se ha hecho extensivo a la dimensión económica. El mercado actual, con tintes globales, en la práctica, ha pasado a ser una dictadura ejercida por la empresocracia.

Si resultara que la política estuviera situada en un plano superior al del mercado, la democracia al uso no dejaría espacio para otras alternativas de gobierno, pero resulta que la política gira en torno al mercado, puesto que es el que marca las pautas a seguir por las personas. Los gobernantes a cada paso tienen que tomar en consideración los intereses del mercado, puesto que es allí donde se desenvuelve la vida real de las gentes en esa búsqueda permanente del bienestar. Un aliciente vital marcado por la necesidad de consumir permanentemente, dentro de lo razonable y más allá de lo razonable, pero siempre en el cercado establecido por el mercado. Con lo que la función de la política no es otra que mantener la viabilidad de este último y seguir las consignas marcadas por la doctrina capitalista a tal fin, como fuente de la que beben los súbditos. De ahí que sea el mercado el que marcha la dirección política, ilusoriamente entendida, a veces, como mercadocracia, cuando en realidad solo es dictadura de mercado.

La característica del nuevo mercado es que no se pone al servicio de los hombres para atender a las necesidades de la existencia, sino a la inversa. Con lo que las posibilidades de que el consumidor diga algo consistente en este panorama son escasas, porque el mercado tiene la última palabra. El hecho es que el sistema capitalista ha confeccionado consumidores con alto nivel de adicción que han pasado a ser servidores del mercado, alimentados por la ficción continuada y creciente del bienestar. Con lo que para ellos la búsqueda del bien-vivir a través del consumo resulta ser única forma de existencia. Un proceso sutil en el que los afectados, sin apreciarlo, son manipulados por las empresas, a través del marketing, ocupadas en fomentar continuamente nuevas necesidades, en gran medida superfluas. La novedad, lo último puesto en escena, confundido con el progreso, sirve de señuelo para continuar tras él en una carrera sin final a la vista, dando vueltas, una y otra vez, en el mismo circuito. En esta línea, el mercado ha alimentado la ilusión de protagonismo de individuos y masas con el empoderamiento. Un proceso dirigido al amejoramiento social, cuyo objetivo primero sería dignificar a las personas y revalorizar a los grupos tradicionalmente excluidos, pero cuyo propósito real es animar a las gentes, usando de la publicidad, a una mayor entrega al mercado, a través del consumo como forma de autorealización, con la mirada puesta en el negocio empresarial. El supuesto poder de los consumidores, concebido para promover el cambio social, es hábilmente utilizado por el empresariado para llevarlos en la dirección de sus intereses, mientras se entregan a la creencia que están cambiando el mundo.

Al igual que sucede con la democracia capitalista, en la que se trata de vender la apariencia política de que gobierna el pueblo haciendo uso del derecho al voto, manipulado de muchas formas, se ha llegado a hablar de mercadocracia, dado el papel teórico de los practicantes del consumo, tratando de hacer del mercado algo así como un espacio de participación política, con la pretensión de proyectarlo a la política mayor. En realidad de lo que se trata es de darles protagonismo controlado en lo que pueda traducirse en negocio empresarial; es decir, se trata de una simple ilusión, sin trascendencia política más allá de alimentar el culto al mercado, haciéndole el eje de la política controlada por el empresariado. Sustentada en la falacia de que los consumidores disponen de capacidad para conducir la política desde sus exigencias, mientras resulta que las conductoras de la demanda comercial son las empresas, otorga cierta euforia político-mercantil a los grupos que más consumen, quienes, convencidos de su autoridad, no dudan en pasar a ser realmente simples siervos de los intereses empresariales. Estos grupos, representativos de los diversos intereses sociales, bailan al ritmo que les marca el mercado, y cobran protagonismo en la medida que procuran rentabilidad a las empresas. De lo que se trata es de promocionar la venta a mayor escala, aunque se ponga en evidencia que comprando no se afirma la calidad del comprador, más bien se reconoce la autoridad del vendedor, que ha sabido crear frecuentemente necesidades artificiales para rentabilizarlas como metal precioso. El supuesto protagonismo de los consumidores está sujeto exclusivamente a la mercancía que se despliega en el mercado, porque, anestesiados en gran parte por el consumismo, carecen de autonomía decisoria y capacidad de inventiva, solo permanecen a la espera de la novedad que se les oferta. Quien lo pone en escena es el empresariado, atendiendo exclusivamente a su potencial de negocio, mirando por sus propios intereses. Es el marketing el encargado de conducir las demandas consumistas en la dirección que conviene al negocio en cada momento, utilizando el arsenal de medios de los que dispone. Con lo que la influencia, como atisbo de poder de los consumidores, es solo propaganda comercial, puesto que no responde a sus propias exigencias, sino que ha sido previamente dirigida, manipulada y puesta al servicio de los intereses comerciales. A tal fin, los datos sobre sus preferencias no son utilizados para darles voz, sino para dar mayor autoridad al mercado en el que han quedado encerrados, aunque con la creencia que son los consumidores quienes dirigen el negocio. El poder de los consumidores, simplemente se reduce a consumir dentro del mercado, pero quien tiene el poder último es el mercado, conforme a lo que sus oficiantes entienden más apropiado para su subsistencia. Esto es lo que se ofrece a los consumidores, adornado con un envoltorio ilusionante que guarda el contenido de lo que doctrinalmente se ha impuesto como objeto de demanda.

En lo formal, el sistema político del que se vanaglorian las grandes sociedades capitalistas se reconduce al inútil ejercicio de votación periódica, para que otros desempeñen el papel que le ha sido asignado por la cúpula mandante. En lo social, se vive para atender a los intereses del mercado. En lo real, se viene a confirmar que la única evidencia del ejercicio político, no es otra que la sumisión a los dictados del mercado, por la que han de pasar obligadamente ciudadanos y gobernantes. Los primeros, haciéndoseles creer en su autonomía personal, suplantada por la supuesta autoridad como grupo capaz de influir en la política; lo que no pasa de ser una simple representación escénica, de un supuesto minipoder dentro de un mercado conducido por los intereses empresariales. Los segundos, simplemente se dedican a seguir el juego a los creyentes consumistas y al empresariado, conforme a la doctrina del sistema. Al margen de la publicidad interesada, quien manda a su manera en la sociedad capitalista no es otro que el mercado, y lo hace en términos de dictadura.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

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