China Arqueofuturista

¿Pueden congeniar Confucio (supuestamente, 551 a.C.-479 a.C.) con Marx (1818-1883)? En China es posible. La República Popular China del siglo XXI los ha unido de forma milagrosa y sorprendente.

¿Tiene sentido conjugar la ética del orden, la virtud, la meritocracia y el cultivo de la desigualdad natural del hombre (en provecho de éste y de la sociedad), y hacerlo a su vez con Marx? Eso mismo es conjugar Confucio con la praxis revolucionaria tendente a la superación del capitalismo, con progreso tecnocientífico y control de la usura. En la China actual esto es posible, y hasta necesario. Meritocracia, virtud, jerarquía y pragmatismo, todo al servicio de un Estado imperial que superó la lucha de clases y promueve prosperidad socialista a raudales.

El presente libro de Yao Yang nos enseña  cómo ha sido posible y esencial esta “síntesis” entre la ética confuciana, fundadora de la civilización china, y el socialismo marxista-leninista. Seguramente, el término idóneo sería (parafraseando al llorado Guillaume Faye) el siguiente: arqueofuturismo. Los dirigentes comunistas chinos han sido capaces de llevar a pleno efecto una síntesis arqueofuturista. La misma clase de síntesis que, mutatis mutandis, precisan hacer los europeos pero que, por cobardía y colonización americana, son del todo incapaces de hacer.

“Arqueo”, lo antiguo, sí, pero no lo viejo y periclitado sino más bien lo clásico y fundacional. Lo que nos conecta con la raíces, y éstas con la tierra nutricia. Para los chinos, Confucio. Para Europa, Aristóteles o Santo Tomás. Y común a todo pueblo: el respeto y amor a las tradiciones, a los mayores, a la identidad. Beber en sus siempre límpidos veneros, acervos de la tradición, para cobrar brío y lanzarse a nuevos horizontes. Las fuentes del pasado (el pasado de cada pueblo) catapultan hacia el porvenir.

“Futurismo”, lo nuevo y lo por venir. Despertar las ancestrales identidades, que no es recoger momias en tumbas oscuras, sino alzar modos de ética más fundacionales que cualquier fragmento de ADN o cualquier medida craneal, más eficaces que toda la retórica doctrinaria y nostálgica.

Los chinos se occidentalizaron en el siglo XX. Ellos mismos lo reconocen, lo asumen, en modo alguno reniegan de ello. Que aprendan la lección china, propia de grandes realistas y pragmatistas,  que tomen lección estos ridículos indigenistas, muchos de apellido y tez de asturiano, montañés y vizcaíno. Que aprendan la lección los negros “reparacionistas” que andan por ahí obligando al prójimo a arrodillarse ante ellos a la mínima oportunidad. Que tomen nota los llorones de “España nos roba”. Los chinos se occidentalizaron bajo la hoz y el martillo, la bandera roja y el libro -no menos rojo- de Mao. Los chinos se occidentalizaron bajo la dialéctica de estirpe hegeliana y los quiasmos retorcidos y fustigadores de Marx, materialistas y “progresistas”. Los revolucionarios asiáticos llevaron la industria, la electricidad, la ciencia moderna, la abolición de clases sociales y mil cosas más, todas paridas y gestadas en la mente de europeos. Se occidentalizaron, pero sólo momentáneamente parecieron abjurar de su poso milenario chino, muy chino. Hoy, la potencia destinada a superar al imperio yanqui, está dispuesta a beber de sus inmensas fuentes autóctonas. Lo dicho, toda una lección de arqueofuturismo.

¿Esta occidentalizacióm dio pábulo a una reacción indígena, a un rechazo de toda ideología o mentalidad que les fuera ajena? En manera alguna. El profesor Yao Yang, uno de los principales economistas y pensadores actuales de la potencia emergente, alineado en la “nueva izquierda” china que rodea a Xi Jinping, cree que la clave estriba en una sinización del socialismo.

Marx sinizado ¿qué significa? Significa un alejamiento de los planteamientos doctrinarios. Representa un tipo de mentalidad pragmática que nada tiene que ver con el oportunismo o el cinismo, como a veces la propaganda chinófoba nos quiere transmitir. Tiene que ver con la propia “arqueoética” china tan bien arraigada en el substrato colectivo de ese inmenso pueblo de miles de millones de ciudadanos. La arqueoética de raíz confuciana que nos dice que las ideas, en sí mismas, valen poco si éstas no están puestas a prueba de forma gradual, comedida. Es la arqueoética que nos recuerda que las murallas contra los bárbaros ahora se construyen por medio de alta tecnología y alta eficiencia de cada obrero, soldado, emprendedor o funcionario. Se trata de conseguir una adecuada distribución de la riqueza (campo-ciudad, centro-periferia, partido-pueblo...) dando por supuesto que la lucha de clases ya se ha extinguido felizmente.

Los chinos actuales son, en sí mismos, una lección para el mundo. No financian golpes de estado ni revoluciones de color. Sólo piensan en hacer buenos negocios con los demás. A diferencia de los negocios con los angloamericanos, los mahometanos y los “socios” europeos (es decir, francos y germanos), tan rastreros, los negocios con los chinos no siempre son del tipo “uno gana y el otro pierde”. Son tratos a menudo ventajosos para ambas partes. Para una más que para la otra, pero ventajosos para las partes en muchos de los casos. De eso saben ya mucho en África, Iberoamérica y en otros lugares. Negocian con dictadores ¿y qué? Ellos no juzgan: si un pueblo quiere dictadores, allá se las componga ese pueblo. Un imperio chino no es un imperio anglo: quitar dictadores y poner otros no es Economía, es depredación e injerencia. El imperio chino, ahora un Estado socialista de mercado y altamente tecnologizado, es imperio civilizador, no pirático. Su papel geopolítico no puede ser más que multipolar y constructivo: hay que generar nuevas reglas en el tablero mundial. Estas deben incluir la no injerencia en los regímenes y en las tradiciones de cada pueblo.

Pero volvamos al ensayo de Yao Yang. El lector va a encontrar en estas páginas una más que curiosa autopercepción de la ética fundacional china. Una visión de su pueblo, de su historia y de su proyección futura que choca frontalmente con la propaganda chinófoba y racista de origen anglo. Esta propaganda, tan difundida en el cine, muestra a los chinos como pueblo indolente, semicivilizado, acostumbrado a vivir bajo el despotismo y, tendencial o instintivamente, colectivista. Según las circunstancias del momento, análogos rasgos han servido para motejar a hispanos, rusos, africanos, etc., esto es, los pueblos e imperios que han ofrecido resistencia al imperialismo anglo. Solamente esto nos debería poner ya en guardia. Pero, frente a los tópicos de la propaganda angloyanqui, frente a la caricatura del chinito servil pero taimado, con coleta, robot indiferenciado frente a una masa igualitaria, cautiva bajo déspotas, masa que ya por su número representaban el “peligro amarillo”, nuestro autor, Yao Yang, invoca un pueblo individualista (si bien muy arraigado en la familia y en la comunidad local). Un pueblo razonable, pragmático y educado en la virtud... La filosofía germánica, tan poderosa y profunda, también cayó en el hoyo de los tópicos “occidentales”: Nietzsche y Spengler, y también nuestro Ortega (en lo que de germánico y “europeísta” anidaba en él) escribieron párrafos lamentables sobre los chinos y que nos alejaron de la verdad.

El profesor Yang nos sorprende con un retrato del chino actual, verdadero arqueofuturista, tipo de hombre que en nombre del avance tecnocientífico que sólo él y su pueblo lideran, se reclama heredero de Confucio y partícipe en una “revolución” pacífica que reclama la educación y la dignidad material de todos los hombres. Que exige unas nuevas reglas de juego en el tablero mundial, reglas en las que la depredación anglosajona quede de una vez desterrada. Nos sorprende el autor hablando de un Confucio que fue ya, ¡en el tiempo axial, en el siglo V a.C.! un verdadero liberal. ¡Un liberal más liberal que el esclavista y perseguidor de católicos llamado Locke! Si por liberal entendemos aquel que reivindica una ética de la persona al servicio de los demás por medio de propio autoperfeccionamiento, empezaremos a entendernos...

Mientras las universidades del Occidente colectivo se pudren y cuecen en su propia salsa (estudios de género, pedagogismo, memoria histórica, y otras pseudociencias varias), los centros de élite asiáticos lanzan todos los años millones de graduados con altísima cualificación, como soldados de un inmenso ejército, armadas y huestes de cerebros aptos para la transformación del mundo.

España se prepara para su autodestrucción, que incluye la voladura de lo que un día fue su granítica y hermosa maquinaria educativa alzada durante el franquismo, máquina de enseñar de la que ya no van quedando restos. España había logrado embalsar agua y embalsar cerebros para tiempos difíciles. Con el R78 se rompieron los diques que contenían la idiotez, manteniéndola a raya. La idiotez nos embarga y asfixia ya. China ha ido en la dirección más opuesta que pensar nos quepa: el cultivo de la excelencia académica, profesional, funcionarial y tecnocientífica. Claro que, en lugar de la chatarra de los partidos políticos parásitos y carroñeros, ellos cuentan con un Partido-Timonel. El PCCh lidera la nación, y él mismo es escuela de líderes.

El ensayo publicado recientemente por la Editorial Letras Inquietas, (La nueva filosofía política china de Yao Yang, https://www.letrasinquietas.com/la-nueva-filosofia-politica-china-de-yao-yang/)
no tiene desperdicio y es una gran oportunidad para todos aquellos que anhelamos una cierta sinización de Europa y de España, ahora tan exangües y míseras.



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Carlos Javier Blanco

Doctor en Filosofía. Universidad de Oviedo. Profesor de Filosofía. España.

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