El lenguaje inclusivo


El lenguaje inclusivo no cuestiona necesariamente ni el sexismo ni la discriminación. Lo que cuestiona es un modo disparatado de la expresión lingüística. Disparatado porque el neolenguaje propuesto, en primer lugar se pretende forzoso, y en segundo lugar hay entre lo propuesto alteraciones lingüísticamente monstruosas. El lenguaje y el habla evolucionan, y en estos tiempos muy rápidamente. Pero una cosa es evolucionar, algo que atiende a un proceso natural ligado al uso y a la costumbre en el habla y la escritura, y otra cosa tratar de introducir en ambas, además casi súbitamente, un tumor.

Hace cincuenta o sesenta años, la Real Academia de la Lengua Española, para evitar el extranjerismo “coñac”, ni corta ni perezosa, en su lugar y para denominar a la bebida espirituosa elaborada en la Región francesa de Cognac, introdujo en el Diccionario la palabra “jeriñac”. El fracaso fue estrepitoso. Jamás nadie la usó, desde luego no la usó en la escritura, a menos que fuese para ridiculizarla y ridiculizar el trance. La reforma del idioma castellano que ahora pretende eliminar el lenguaje inclusivo es bestial. Se parece mucho a la Reforma luterana respecto a la religión del Vaticano.

Pero es que, independientemente de los gravísimos reparos lingüísticos que son de una envergadura colosal que ni vale la pena analizar;

independientemente de haber puesto en marcha desde las instituciones, una persona, un plan de reforma masiva del castellano que no puede responder más que a un personalismo insoportable;

independientemente de que no hay noticia de que esas gentes reformistas del idioma hayan contrastado semejante y descabellado propósito con sus homólogos ideológicos franceses e italianos, por ejemplo, que hablan un idioma de la misma raíz latina y con los mismos géneros gramaticales, etc;

independientemente de que concentrar tanta energía política en una iniciativa espantosa, sin pies ni cabeza, que si intenta desfigurar el habla y la escritura, también ha terminado relegándolos a un segundo plano, ensombreciendo los objetivos principales políticos y sociológicos de un partido político que ha perdido mucha fuerza pese a que era, y es, el único representante de la izquierda verdadera…

Independientemente de esos cuatro aspectos del asunto, digo, el impacto que esa estupidez gigantesca, propia sólo de ególatras, ha causado en el electorado es brutal. Un electorado tachonado de ciudadanía entre 60 y más años que, si están hartos de franquismo y esperanzados en vivir una República, es también a buen seguro refractaria a las “modernidades”, a las excentricidades, a las extravagancias sin sentido. Un electorado al que esa ridícula y subitánea pretensión ha tenido que impresionarle desdeñosamente; impresión que, a su vez, debió contribuir también en las pasadas elecciones generales al derrumbamiento estrepitoso en escaños, del partido al que pertenece una idiota…

4 Julio 2021


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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 [email protected]      @jjaimerichart

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