La franqueza y la edad

Michel Foucault rastrea en la literatura y la filosofía grecorromanas una función, la "parresía" y una posición del sujeto, el "parresiastés", caracterizadas por "una relación específica con la verdad a través de la franqueza", cuyo efecto es la crítica y la autocrítica y cuyo costo es el peligro.

Parresía es traducida normalmente al castellano por "franqueza". El parresiastés es alguien que utiliza la parresía, es decir, alguien que dice la verdad.

Si hay una forma de "prueba" de la sinceridad del parresiastés, ésa es su valor. El hecho de que un hablante diga algo peligroso -diferente de lo que cree la mayoría- es una fuerte indicación de que es un parresiastés. Cuando planteamos la cuestión de cómo podemos saber si aquel que habla dice la verdad, estamos planteando dos cuestiones. En primer lugar, cómo podemos saber si un individuo particular dice la verdad; y, en segundo lugar, cómo puede estar seguro el supuesto parresiastés de que lo que cree es, de hecho, verdad. La primera pregunta -reconocer a alguien como parresiastés- fue muy importante en la sociedad grecorromana, y fue explícitamente planteada y discutida por Plutarco, Galeno y otros. Sin embargo, la segunda pregunta escéptica es especialmente moderna y, pienso, ajena a los griegos.

Se dice que alguien utiliza la parresía y merece consideración de parresiastés sólo si hay un riesgo o un peligro para él en decir la verdad. Por ejemplo, desde la perspectiva de los antiguos griegos, un profesor de gramática puede decir la verdad a los niños a los que enseña y, en efecto, puede no tener ninguna duda de que lo que enseña es cierto: pero, a pesar de esa coincidencia entre creencia y verdad, no es un parresiastés. Sin embargo, cuando un filósofo se dirige a un soberano, a un tirano, y le dice que su tiranía es molesta y desagradable porque la tiranía es incompatible con la justicia, entonces el filósofo dice la verdad, cree que está diciendo la verdad y, más aún, también asume un riesgo (ya que el tirano puede enfadarse, castigarlo, exiliarlo, matarlo).

Como se ve, el parresiastés es alguien que asume un riesgo. Por supuesto, ese riesgo no siempre es un riesgo de muerte. Cuando, por ejemplo, alguien ve a un amigo haciendo algo malo y se arriesga a provocar su ira diciéndole que está equivocado, está actuando como un parresiastés. En tal caso, no arriesga su vida, pero puede herir al amigo con sus observaciones, y su amistad puede, consecuentemente, sufrir por ello. Si, en un debate político, un orador se arriesga a perder su popularidad porque sus opiniones son contrarias a la opinión de la mayoría o pueden desembocar en un escándalo político, utiliza la parresía.

Sea como fuere es mucho más fácil ser un parriastés a cierta edad que serlo más joven. De joven también podrá decirse la verdad, pero en consonancia con este breve estudio de la franqueza irá envuelta en altas dosis de retórica que atenuarán la fuerza del impacto que es necesaria para afectar el pensamiento y la acción de las personas con responsabilidades públicas.

Pero es que la parresía, en mi opinión, también depende del valor personal. Porque si ni de joven uno ha conocido el miedo, menos lo sentirá anciano. Ha desaparecido toda preocupación, toda prevención, todo temor a las consecuencias de nuestras palabras. Lo único que nos preocupa es nuestro propio estilo y deponer cuantos aspectos de la vida social estimamos necesarios. Y lo precisamos por distintos motivos, como los ya expuestos, pero también como medicina que neutraliza el mal que al brotar nos cura. Esta es la razón por la que de las personas mayores se puede obtener ideas que a otras el temor, más que la prudencia, les aconseja silenciar, ocultar o simular. Esta es la razón por la que los periodistas y enseñantes de relieve por dudosos méritos recurren al circunloquio y al rodeo, o hacen alardes justo para coincidir con las expectativas y planes del poder. En este país no hay voces eficaces críticas contra el poder. No hay parresiastés. El mundo acomodado tiembla ante la tentación de arremeter contra lo instituido. Lo mismo les pasa a los políticos. Muchas iniciativas se quedan en su cabeza. No se atreven a exponerlas públicamente y menos, si es un gobernante, a emprenderlas.

Evidentemente no hago apología de la brusquedad, de la violencia verbal o escrita, del cinismo o de la provocación. Lo que quiero decir es que hay vicios incrustados en la sociedad en perjuicio de toda ella, que no tienen arreglo más que con el paso de mucho tiempo. Cuando no hay voces atronadoras contra la mente de los gobernantes y de los poderes fácticos, cuando no hay parresiastés, la rutina se enseñorea de los pueblos aún oprimidos. En la religión islámica y los países donde se funde esa religión con el poder político, ese papel lo cumplen los mulahs y los imanes. En los judeocristianos quiere cumplirlo el papa y su cohorte de cardenales, arzobispos y obispos. Pero como estos dejan tanto que desear porque carecen de humildad, todo en ellos es ostentación, boato y pretenciosidad, su mensaje más que apaciguar al pueblo, puede soliviantarle.

Estos son los motivos de mi lenguaje directo. Pero esta aportación de granos de arena la he venido haciendo desde siempre, y si me he librado por suerte o por desgracia de la persecución no ha sido por mi habilidad, sino porque pienso, y lo he comprobado a lo largo de mi vida, que cuando se dice la "verdad", como la dice el parresiastés, el precio de las consecuencias se paga con un sentimiento de profunda dignidad. Y me sospecho que muchos de los movimientos que se han emprendido en la historia tienen su origen en gentes de edad que (al igual que yo) se resisten a vivir limitándose a existir. (Yo creo que a la muerte física, salvo en los casos de muerte repentina, siempre precede bastante antes la muerte moral. Y la muerte moral del intelectual es el silencio cómplice del poder). Pero reconozco que, en ciertas cuestiones sociales, hay que integrarse, aunque sea pasajeramente, en la muchedumbre pues el contacto con ella nos zambulle en la verdadera realidad, nos endurece, nos forja e imprime nuestro verdadero carácter…



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Jaime Richart

Antropólogo y jurista.

 [email protected]      @jjaimerichart

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