El Estado del malestar

Aquello que un día se llamó el Estado del bienestar da la impresión de que está camino de pasar a la historia, por encontrarse en proceso de desguace. Probablemente el motivo fundamental sea que al capitalismo que lo apadrinó en su momento ya no le interesa, al menos en su dimensión real, reconduciéndolo al terreno simbólico y a cuatro cosillas, para que sus gobiernos, también llamados progresistas, tengan algo que ofrecer a los votantes, al objeto de que sus elegidos puedan continuar en el puesto y decir que con ellos la ciudadanía no se encuentre demasiado desvalida. Seguramente, lo más realista es entender que actualmente el bienestar se les escapa de las manos a los poderes públicos por falta de financiación, de previsión y simple incapacidad para sostenerlo. Por otro lado, el capitalismo ya no tiene tanto interés en aprovecharlo, en la parte que corresponde a sus empresas dedicadas al negocio que de él proviene, porque, llegados al estado de malestar, las golosas actividades asignadas al sector público se van deslizando, en lo posible, de forma natural tendiendo hacia el sector privado, que controla el empresariado capitalista.

Pese a la propaganda que circula a través de los medios afines a quien manda —el capitalismo— y los que se declaran no serlo, pero lo son en base a intereses comerciales, la sensación de malestar ciudadano está presente. No se manifiesta de manera abrumadora, salvo en algún que otro festival organizado por intereses de grupo, porque las masas necesitan de dirigentes que las pongan en acción, y esos directores, solo se subvencionan para determinadas actividades, como son los asuntos que interesan al poder. Lo que viene a demostrar que, pese al progreso material de las condiciones de vida, la gente, ante la adversidad, se entrega a la simple sumisión, y que cada uno que se las arregle como pueda.

Si nos atenemos a tres de las actividades más llamativas del obsoleto Estado del bienestar que tenemos por aquí, tal como pudieran ser la sanidad, las pensiones y los servicios mínimos de competencia estatal, hay que señalar que funcionan en teoría, pero no sucede así cuando la gente tiene que descender a su terreno.

De la sanidad, sería mejor ni citarla, porque resulta deprimente cuando asistimos a un desfile cotidiano de huelgas que encubren con buenas palabras lo que naturalmente interesa a todos, que no es otra cosa que mayor dinero disponible. Las esperas interminables, si es que llegan a buen fin, están a la orden día, aunque sean para actividades mínimas, ya no hablemos de quien se ve en la necesidad de precisar servicios mayores, porque probablemente se quedará por el camino. Aclarar, pese a todo, que derecho a la sanidad pública lo sigue habiendo, pero pagando el precio de la espera, que te declaren víctima o acudiendo a la sanidad privada.

Hay quien vive bien con su saneada pensión, conseguida con el esfuerzo o sin el esfuerzo laboral —en este último caso, hay una mayoría de beneficiados, que no se pueden quejar, víctimas de los ajustes de plantilla de las grandes empresas—. Otros, siguen la misma línea, al verse favorecidos con dos pensiones con cargo estatal —de lo que nadie dice nada—. Algunos, no llegan a la pensión mínima —estos sí suelen quejarse—. Muchos, perciben la limosna propagandística, porque perdieron el tren laboral —en este caso se hace un poco de ruido para dejar que suene lo de las políticas sociales—. En términos de casi mayoría la situación no es halagüeña. Si además se emprende la carrera de las subidas, para consolar a los afectados, con la intención de poner las pensiones en línea con la inflación, el proyecto queda reducido a algo así como la carrera del galgo tras la liebre de pega, a la que nunca llegará a alcanzar.

Sobre los servicios públicos de la parte administrativa, baste decir que bajo la tendencia al teletrabajo, el teléfono se ha convertido en el medio para esquivar el poco trabajo que surge, porque seguramente no responde cuando se necesita, mientras que las peticiones de cita a largo plazo se han convertido en la panacea para consolidar la nueva tendencia. De la justicia en particular, habría que señalar que el funcionamiento no está bien visto, porque con la pandemia, las huelgas, la dosificación del trabajo para no agobiarse, las propias leyes de quitar y poner que lo amparan, así como la burocracia natural, ahora elevada a la más alta dimensión, han ralentizado tanto su marcha que, salvo para lo que interesa, al objeto de mantener el principio de autoridad, puede decirse que casi está parada.

Tal situación, no es desconocida ni puntual, baste remitirse a quienes la sufren, los que se ven obligados a acudir a los llamados servicios públicos, ante cuyos resultados prácticos, la mayoría de las veces, solo cabe la impotencia como recurso, porque en lo que se refiere al bienestar, en términos generales, se consigue poca cosa. De manera que aquel enclenque Estado del bienestar keynesiano, que sirvió de avanzadilla a quienes pretendían con él darse lustre de progreso político y negocio, en el caso del empresariado capitalista, tomando luego como referencia directa el otro modelo germánico, parece que, unos y otros, ya no se están demasiado interesados en conservarlo en términos de bienestar ciudadano real; por eso lo han estregado totalmente a los particulares designios de la burocracia, para que además pueda justificar su salario. Aunque, desde tiempo atrás, se ha venido hablando de crisis en el modelo europeo, buscando justificaciones a la inoperancia gestora, el hecho es que el Estado del bienestar de antaño se ha infectado tanto del mal de la ineficacia práctica, que solo cabe hablar de Estado gestor de lo que queda, es decir, del malestar ciudadano. Aunque siempre se tiene la opción de decir a los directamente afectados que no se quejen, porque en otros lugares del mundo no disponen ni tan siquiera de este Estado del malestar hoy imperante en estas tierras.



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Antonio Lorca Siero

Escritor y ensayista. Jurista de profesión. Doctor en Derecho y Licenciado en Filosofía. Articulista crítico sobre temas políticos, económicos y sociales. Autor de más de una veintena de libros, entre los que pueden citarse: Aspectos de la crisis del Estado de Derecho (1994), Las Cortes Constituyentes y la Constitución de 1869 (1995), El capitalismo como ideología (2016) o El totalitarismo capitalista (2019).

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